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El arte de Patricia Márquez: entre el arquetipo y la libertad

A menudo pareciera que nacer mujer implica venir al mundo con una cartilla determinada de lo que se espera de nosotras: dejar la racionalidad para privilegiar los asuntos sentimentales, cuidar de los otros, postergarnos, adaptarnos a cierta estética, transar nuestra libertad y ponerla al servicio de quienes nos rodean. Nacer mujer implica, hasta ahora, habitar un cuerpo que no nos pertenece, por cuanto no solo se moldea según los estereotipos culturales, sino que, además, se encuentra en constante exposición al maltrato, abuso y decisiones políticas y legales de otros.

Una de las teóricas que mejor ha sintetizado esta condición es Teresa de Lauretis en su texto La tecnología del género (1989). Ya no hablamos solo de ser mujer y hacerse mujer mediante la cultura y sociabilización, como aportara desde mediados del siglo XX Simone de Beauvoir (1949), sino ampliar esta noción para comprender hasta qué punto somos constantemente circunscritas a arquetipos impuestos. Así, aquello que llamamos género femenino es el producto de varias tecnologías sociales (como el cine, la televisión, la publicidad), discursos y prácticas de la vida cotidiana. No una propiedad intrínseca, más bien, los efectos sobre nuestros cuerpos luego de la imposición de ciertos comportamientos y relaciones sociales.

Siguiendo la línea de pensamiento de la teórica feminista, el género femenino sería una construcción creada por diversas tecnologías, entre ellas, el arte, toda vez que hemos sido retratadas por la mirada voyerista de un artista hombre. Madres, vírgenes, prostitutas abundan en la historia de las artes plásticas y esta tecnología que se introyecta en nosotras nos ha hecho reconocernos en esta representación y actuar acorde a ella. Las producciones culturales conforman una tecnología que nos interpela como género femenino y que, incluso de modo inconsciente, absorbemos y aceptamos como realidad, aunque esta sea una construcción imaginaria.

La artista visual Patricia Márquez, en su nueva muestra titulada Arquetipos de la femineidad norteña se hace cargo de estas representaciones, de estas tecnologías del género que nos han sido impuestas y las visibiliza con claridad. Tal como ella misma ha señalado, su obra busca mostrar aquellos arquetipos y develar la violencia que subyace a ellos, por cuanto nos convierte en sujetos precarios en constante exposición a la violencia doméstica y social, muchas veces, conducente al feminicidio. A la vez, nos remite a la revictimización, a través de los discursos públicos en que se justifica la agresión a nuestros cuerpos por salirnos de los patrones patriarcales, esto es, pasear de noche, andar solas, vestir de una determinada manera o, incluso, elegir mal a nuestras parejas sentimentales.

La artista está consciente de aquellos arquetipos que coartan y que son propagados por diversas entidades o tecnologías de género: los medios de comunicación, las industrias culturales, la religión, la familia, la sociedad entera. Ver su obra es reconocer todo aquello que históricamente nos ha oprimido. “Yo soy quien soy”, “La madona condicionada a la perfección”, o “No hay sudario para ella”, nos remiten a la hipersexualización de los cuerpos, a la mirada masculina que imagina la piel femenina para su propia satisfacción. Por otra parte, obras como “El oscuro viacrusis de la piel”, “La crucificación del deseo” y “Condena Eclesiástica” nos permite imaginar la religión como un discurso de control sobre los deseos e impulsos, el miedo al pecado y el encierro en parámetros delimitados por lo moralmente aceptado. “El aquí, el ahora y el actuar” o “El devenir del estar”, asimismo, corren el velo de las costumbres impuestas y hace visible esa cartilla de lo esperado: que seamos perfectas, siempre arregladas, sexualizadas para otros pero nunca para nosotras mismas, eróticamente ingenuas, incapaces de sentir deseo.

Más que centrarme en los arquetipos por todos conocidos y por todas sufridos, me interesa especialmente, en la obra de Patricia Márquez, las subversiones, los guiños, los puntos de fuga. “Yo soy quien soy”, por ejemplo, presenta una imagen femenina tradicional, un escote pronunciado y un juego con encajes, tules y color rosa. La mujer no tiene rostro, de alguna manera se vuelve invisible por el corazón hecho de encajes. La invisibiliza el corazón, justo aquello que nos es impuesto: la sensibilidad, la irracionalidad, la pasión. En el lugar del cerebro habría una construcción de amor romántico. Este corazón, no obstante, no es la representación tradicional amorosa, no es aquella parte que aloja amor, sino el órgano muscular vital que nos mantiene vivos. El arquetipo de la que ama se subvierte así con este corazón que simula ser real, pero que no deja de ser una fantasía, una fabricación hecha de encajes, un artificio de control.

Asimismo, “La madona condicionada a la perfección” nos muestra a una niña en calidad de objeto. Podemos intuir que, probablemente, ni siquiera haya alcanzado la mayoría de edad, por cuanto aún no está desarrollada físicamente; en su postura, sus bragas, sus medias sensuales, sin embargo, hay una hipersexualización. La joven está encerrada, recluida en su cuerpo de niña erotizada pero, a la vez, también cercada por una estructura que semeja una cárcel de encajes. No es la imagen de una mujer alegre, su maquillaje está corrido, su mirada ida, parece incapaz de mirar de frente. El gesto de su cuerpo, no obstante, es diferente, pues no adopta una posición de sometimiento sino de rebeldía, está lista para pararse y salir de la jaula. En ese gesto se encuentra el germen de la libertad.

En “Y la culpa no era suya” hay un juego intertextual con la canción-protesta que conocimos el 2019, gracias al colectivo chileno LasTesis. La representación de un feminicidio y, a la vez, la consigna de que nunca las agresiones pueden ser culpa nuestra, que por más que el discurso público nos responsabilice por la violencia que recibimos, nada de ello es provocado por nosotras. En la obra de Márquez la mujer queda atrapada por un camino que recorre y a ratos la atraviesa… pienso en tantas otras mujeres muertas en las mismas condiciones, tantas violadas, tantos cuerpos femeninos abandonados en el desierto, en las carreteras, en los despoblados. La canción de LasTesis, se plantea, no obstante, como un grito de sororidad, la culpa no es nuestra y otras van a su encuentro a demostrarlo. A lo lejos un grupo de personajes femeninos con pancartas la buscan, la nombran, la reconocen, son capaces de articularse en la protesta.

Otras subversiones: “yo soy quien soy y la que está haciendo”, marcos para espejos sin espejos porque estas protagonistas ya no se reconocen en la imagen arquetípica que otros han creado sobre ellas, ellas hacen, ¿qué hacen? se miran a sí mismas sin mediaciones, directamente y abandonan las sillas, ya no esperan a nadie. La mujer subyugada por la religión que nos muestra “El oscuro viacrusis de la piel”, debe cargar con un sacerdote que camina sobre su espalda. Su pose sumisa, sin embargo, puede revertirse en cualquier momento, si ella se levantara, el personaje que le camina se desprendería y caería de manera inmediata. La pluma que guarda en su mano la mujer presente en la “La crucificación del deseo”; el hombre descabezado que enseña la mujer de “Un rostro para un cuerpo”; el sudario que se está sacando aquella de “No hay sudario para ella”; el pájaro que se posa encima del cuerpo de la mujer de “El que todo lo ve”; los vestidos de novia-vestidos de ballet en maniquíes en “El devenir del estar”: sin mujeres que usen aquellos vestidos hechos en serie, no son más que tela. La libertad está presente en toda su obra.

Patricia Márquez devela los arquetipos de género presentes en la cultura del norte de México, pero también en la República entera, en la sociedad Latinoamericana y a nivel global. No se queda, sin embargo, en la protesta o visibilización, sino que va un paso más allá. Las mujeres de sus pinturas no son solamente víctimas pasivas, modelos femeninos adaptados a las exigencias culturales y sociales. Por el contrario, cada obra de esta muestra presenta subversiones, puertas de escape. En ello encontramos las ideas fundamentales que expresa su arte. No hay en él un duplicado más de estas tecnologías del género que reproducimos y nos reproducen a diario y con las cuales nos identificamos en arquetipos. La imagen que proyecta la artista es, en cambio, el símbolo de una libertad insospechada, no la victimización sino la victoria, no la soledad y el encierro sino la sororidad, también una invitación a levantarnos, caminar y salir de las jaulas que nos han impuesto.

Ainhoa Vásquez Mejías

Profesora e investigadora

Facultad de Filosofía y Letras

UNAM



Ainhoa Vásquez Mejías es Doctora en Literatura por la Pontificia Universidad Católica de Chile, profesora de tiempo completo del Colegio de Letras Hispánicas de la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM y miembro del Sistema Nacional de Investigadores Mexicanos. Ha publicado más de veinte artículos en revistas indexadas y capítulos de libros en torno a la violencia de género, el feminicidio y el narcotráfico, con enfoque en los estudios culturales. Es autora del libro Feminicidio en Chile: Una realidad ficcionada (Santiago de Chile: Cuarto Propio, 2015), ganador del Premio Lector 2016 y editora del libro Narcocultura de norte a sur. Una mirada cultural al fenómeno del narco (México: CISAN-UNAM/UACH, 2017).

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